viernes, 10 de junio de 2016

Obituario o metáfora


  
Creo recordar que a mediados de los ochenta, Ciudad del Puente era una población más bien sucia, tirando a fea, gris-oscura-casi-negra, con escasos incentivos, una sociedad cuidadosamente compartimentada y abundantes garitos donde abrevar.
 

Era, si la memoria no me falla, una ciudad de pequeños comercios familiares con empleados que podían explicar la utilidad del último tornillo almacenado en el sótano. Una ciudad con tabernas de polvo, telarañas y vino moderadamente honrado. Una ciudad rodeada de naves de ladrillo y humo en las que trabajaban figurantes de una película soviética de los años veinte.
 

Tengo la impresión de que los políticos eran entonces de otra manera, aunque de esto no estoy seguro. Primerizos en las nuevas formas, iban improvisando sobre la marcha con el apremio del estudiante evaluado en la reciente asignatura de democracia. Seguramente eran más vocacionales, posiblemente menos interesados, obligatoriamente novatos en las triquiñuelas del poder. Quiero pensar que en este recuerdo no me traiciona la nostalgia manriqueña del tiempo pasado.
 

En aquella Ciudad del Puente había problemas. Pero también un dinamismo, tal vez un poco bruto y un mucho áspero, pero dinamismo al fin y al cabo. La gente trabajaba, los comerciantes vendían y las letras se iban pagando en tiempo y forma.
 

Intelectuales no había, pero el puñado de ciudadanos curiosos tomaban café con "El País" sobre la mesa y escapaban algún fin de semana a Lisboa a conocer a un señor llamado Pessoa del que nadie había oído hablar.
 

Los jóvenes de la ciudad de aquel tiempo eran idénticos a los jóvenes de todas las ciudades y de todos los tiempos. Jóvenes como Alberto y Mario, que un día decidieron lanzar un semanario comarcal al que bautizaron como "Bierzo 7", al otro liaron a un puñado de imberbes periodistas en la aventura y a la semana se vinieron de Madrid con una caja grisácea que tenía una manzana mordida en la esquina, con la que transformaron el mundo del diseño editorial.
 

Aquella peripecia periodística de hace treinta años, nacida en una ciudad más bien sucia, tirando a fea, con problemas y un dinamismo un poco obtuso, ha muerto esta semana en una ciudad probablemente más limpia, bastante más agraciada, con los mismos problemas de entonces y una atonía que da pánico.  

Y me sabe mal que esta primera colaboración en este medio recién estrenado sea no sé si un obituario o una terrible metáfora.


El Día de León (5, junio, 2016)

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