martes, 26 de marzo de 2013

Fuego en el jardín

La cabeza zurbaranesca de Carnicer. 
Foto: Luis de la Mata (Diario de León
DECIDIDO a seguir el consejo de Jesús Courel, he dedicado estas tardes de niebla en las que Ciudad del Puente se sumerge en una quietud húmeda que afila el corazón de los melancólicos a escarbar en la obra de Ramón Carnicer, aprovechando el centenario de su nacimiento y el cincuentenario de la publicación de una de sus obras más conocidas, “Donde las Hurdes se llaman Cabrera”.

Recuerdo a Carnicer como un hombre alto, cordial, inteligente y ameno, que llegó a la literatura desde el rigor de una omnívora curiosidad intelectual y de unos principios éticos poco propicios para desenvolverse en un país de relajada solvencia en esas materias. Era como un hombre del 98 naufragado en las costas de la España gris del franquismo. Escribió un español culto, pulcro y puntilloso.

Publicó un puñado de deliciosos libros de viajes que son auténticos ensayos, sólidamente documentados, siempre dotados de una visión crítica bien argumentada y no exentos de un fino sentido del humor. En su primer libro de memorias reparo en un breve apunte, apenas un párrafo del penúltimo capítulo de “Friso menor”.

En 1976, al morir la madre de Doireann, esposa de Ramón, viaja la pareja a Camberley, una pequeña población del sur de Londres, para hacerse cargo de las propiedades de los suegros. Dos vidas muy largas han acumulado una ingente cantidad de fotografías, libros y papeles, imposibles de conservar. Doireann salva los diarios de sus padres y unos pocos recuerdos personales.

Carnicer describe la tristeza con la que un fuego en el jardín destruye lo desechado: “Al caer la tarde, tan triste en Inglaterra, las pavesas, alzándose en el aire, se hacían más visibles mientras, atizadas por mi, las lenguas de fuego iban destruyendo fotografías lejanas, cartas, manuscritos, recortes un día merecedores de atención, estímulos para unos recuerdos que no me pertenecen”. “Ahora –concluye Ramón–, al revisar todos mis papeles, imagino para ellos un futuro igual”.

Dicen que Leonardo Sciascia, reivindicando la vigencia como escritor de Luigi Pirandello tras ser cuestionado por la intelectualidad izquierdista italiana de los sesenta y arrojado al rincón de escritor burgués obsesionado con la forma, acuñó para el dramaturgo el adjetivo siciliano de spirdatu, “que es el nombre que dan en Sicilia al que ha visto de cerca a los fantasmas, especialmente al más aterrador de todos, el fantasma de uno mismo”.

En ese párrafo de sus memorias aparece un Carnicer spirdatu que se enfrenta al fantasma de sí mismo y de su memoria futura, conocedor de las dificultades de gestión de las herencias, especialmente de las escasamente dotadas en lo económico, aunque ricas en lo artístico, destinadas a alzarse por el aire en un fuego invernal en el jardín.

 Fronterizos. Diario de León, 12 enero 2012

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